miércoles, 29 de octubre de 2014

MARTÍN ADÁN / Mi vida ha sido un constante error! No he hecho más que errar!

MARTÍN ADÁN

"Mi vida ha sido un constante error! No he hecho más que errar!"






LA CASA DE CARTÓN (frag. )


Mi primer amor tenía doce años y las uñas negras. Mi alma rusa de entonces, en aquel pueblecito de once mil almas y cura publicista, amparó la soledad de la muchacha más fea con un amor grave, social, sombrío, que era como una penumbra de sesión de congreso internacional obrero. Mi amor era vasto, oscuro, lento, con barbas, anteojos y carteras, con incidentes súbitos, con doce idiomas, con acecho de la policía, con problemas de muchos lados. Ella me decía, al ponerse en sexo: Eres un socialista. Y su almita de educanda de monjas europeas se abría como un devocionario íntimo por la parte que trata del pecado mortal.
(...)
Mi segundo amor tenía quince años de edad. Una llorona con la dentadura perdida, con trenzas de cáñamo, con pecas en todo el cuerpo, sin familia, sin ideas, demasiado futura, excesivamente femenina... Fui rival de un muñeco de trapo y celuloide que no hacía sino reirse de mí con una bocaza pilluela y estúpida. Tuve que entender un sinfín de cosas perfectamente ininteligibles. Tuve que decir un sinfín de cosas perfectamente indecibles. Tuve que salir bien en los exámenes, con veinte - nota sospechosa, vergonzona, ridícula: una gallina delante de un huevo-. Tuve que verla a ella mimar a sus muñecas. Tuve que oirla llorar por mí. Tuve que chupar caramelos de todos los colores y sabores. Mi segundo amor me abandonó como en un tango: Un malevo...
Mi tercer amor tenía los ojos lindos, y las piernas muy coquetas, casi cocotas. Hubo que leer a Fray Luis de León y a Carolina Ivernizzio. Peregrina muchacha... no sé por qué se enamoró de mí. Me consolé de su decisión irrevocable de ser amiga mía después de haber sido casi mi amante, con las doce faltas de ortografía de su última carta.
Mi cuarto amor fue Catita.
Mi quinto amor fue una muchacha sucia con quien pequé casi en la noche, casi en el mar. El recuerdo de ella huele como ella olía, a sombra de cinema, a perro mojado, a ropa interior, a repostería, a pan caliente, olores superpuestos y, en sí mismos, individualmente, casi desagradables, como las capas de las tortas, jenjibre, merengue, etcétera. La suma de olores hacía de ella una verdadera tentación de seminarista. Sucia, sucia, sucia... Mi primer pecado mortal. 
"







"No se vive por razones. Se vive por sentimientos. Se vive por instintos. Yo no creo que se viva por razones."

Poemas Underwood


Prosa dura y magnífica de las calles de la ciudad sin inquietudes estéticas.
Por ellas se va con la policía a la felicidad.
La poesía gafa de las ventanas es un secreto de costureras.
No hay más alegría que la de ser un hombre bien vestido.
Tu corazón es una bocina prohibida por las ordenanzas de tráfico.
Las casas rumian sus paces de buey.
Si dejaras saber que eres un poeta, irías a la comisaría.
Límpiate de entusiasmos los ojos.
Los automóviles te soban las caderas, volviendo la cabeza.
Cree tú que son mujeres viciosas. Así tendrás tu aventura y tu sonrisa para después de la cena.
Los hombres que tropiezan tienen la carne encallecida de oficina.
El amor está en cualquier parte, pero en ninguna está de otro modo.
Pasaban obreros con los ojos resentidos con la tarde, con la ciudad y con los hombres.
¿Por qué había de fusilarte la Checa? Tú no has acaparado sino tu alma.
La ciudad lame la noche como una gata famélica.
Y tú eres un hombre feliz, quizá el único hombre feliz.
Tienes camisa y no tienes grandes pensamientos de ninguna clase.
Ahora siento cólera contra los acusadores y los consoladores.
Spengler es un tío asmático, y Pirandello es un viejo estúpido, casi un personaje suyo.
Pero no he de enfurecerme por pequeñeces.
Mil cosas han hecho los hombres peores que sus culturas: las novelas de Víctor Hugo, la democracia, la instrucción primaria, etcétera, etcétera, etcétera, etcétera.
Pero los hombres se empeñan en amarse los unos a los otros.
Y, como no lo consiguen, acaban por odiarse.
Porque no quieren creer que todo es irremediable.
La polis griega sospecho que fue un lupanar al que había que ir con revólver.
Y los griegos, a pesar de su cultura, fueron hombres felices.
Yo no he pecado mucho, pero ya sé de estas cosas.
Bertoldo diría estas cosas mejor, pero Bertoldo no las diría nunca. Él no se mete en honduras –y está viejo, quiere paz y hasta apoya a los moderados.
El mundo no está precisamente loco, pero sí demasiado decente. No hay manera de hacerle hablar cuando está borracho. Cuando no lo está, abomina de la borrachera o ama a su prójimo.
Pero yo no sé sinceramente qué es el mundo ni qué son los hombres.
Sólo sé que debo ser justo y honrado y amar a mi prójimo.
Y amo a los mil hombres que hay en mí, que nacen y mueren a cada instante y no viven nada.
He aquí mis prójimos.
La justicia es unas estatuas feas en las plazas de las ciudades.
Ninguna de ellas me gusta ni poco ni mucho -no son diosas ni mujeres.
Yo amo la justicia de las mujeres sin túnica y sin divinidad.
En punto a honradez, no soy de los peores.
Como mi pan a solas, sin dar envidia a mi prójimo.
Nací en una ciudad, y no sé ver el campo.
Me he ahorrado el pecado de desear que fuera mío.
En cambio deseo el cielo.
Casi soy un hombre virtuoso, casi un místico.
Me gustan los colores del cielo porque es seguro que no son tintes alemanes.
Me gusta andar por las calles algo perro, algo máquina, casi nada hombre.
No estoy muy convencido de mi humanidad; no quiero ser como los otros. No quiero ser feliz con permiso de la policía.
Ahora en las calles hay un poco de sol.
No sé quién se lo ha llevado, qué mal hombre, dejando manchas en el suelo como un animal degollado.
Pasa un perrito cojo –he aquí la única compasión, la única caridad, el único amor de que soy capaz.
Los perros no tienen Lenin, y esto les garantiza una vida humana pero verdadera.
Andar por las calles como los hombres de Pío Baroja –(todos un poco perros)–.
Mascar huesos como los poetas de Murger, pero con serenidad.
Pero los hombres tienen posvida.
Por eso dedican su vida al amor del prójimo.
El dinero lo hacen para matar el tiempo inútil, el tiempo vacío…
Diógenes es un mito –la humanización del perro.
El anhelo que tienen los grandes hombres de ser completamente perros. Los pequeños hombres quieren ser completamente grandes hombres, millonarios, a veces dioses.
Pero estas cosas deben decirse en voz baja –siento miedo de oírme a mí mismo.
Yo no soy un gran hombre –yo soy un hombre cualquiera que ensaya las grandes felicidades.
Pero la felicidad no basta a ser feliz.
El mundo está demasiado feo, y no hay manera de embellecerlo.
Sólo puedo imaginarlo como una ciudad de burdeles y fábricas bajo un aletazo de banderas rojas.
Yo me siento las manos delicadas.
¿Qué soy, qué quiero? Soy un hombre y no quiero nada.
O, tal vez, ser un hombre como los toros o como los otros.
Tú no tienes las ojeras demasiado grandes.
Yo quiero ser feliz de una manera pequeña. Con dulzura, con esperanza, con insatisfacción, con limitación, con tiempo, con perfección.
Ahora puedo embarcarme en un trasatlántico. E ir pescando durante la travesía aventuras como peces.
Pero ¿a dónde iría yo?
El mundo me es insuficiente.
Es demasiado grande, y no puedo desmenuzarlo en pequeñas satisfacciones como yo quiero.
La muerte es sólo un pensamiento, nada más, nada más…
Y yo quiero que sea un largo deleite con su fin, con su calidad.
El puerto, lleno de niebla, está demasiado romántico.
Citeres es un balneario norteamericano.
Los yanquis tienen la carne demasiado fresca, casi fría, casi muerta.
El panorama cambia como una película desde todas las esquinas.
El beso final ya suena en la sombra de la sala llena de candelas de cigarrillos. Pero ésta no es la escena final. Pero ello es por lo que el beso suena.
Nada me basta, ni siquiera la muerte; quiero medida, perfección, satisfacción, deleite.
¿Cómo he venido a parar en este cinema perdido y humoso?
La tarde ya se habría acabado en la ciudad. Y yo todavía me siento la tarde.
Ahora recuerdo perfectamente mis años inocentes. Y todos los malos pensamientos se me borran del alma. Me siento un hombre que no ha pecado nunca.
Estoy sin pasado, con un futuro excesivo.
A casa…

Ramón Rafael de la Fuente Benavides,Lima 1908-1985 Poeta peruano cuya obra destaca por su hermetismo y hondura. Es considerado además como uno de los grandes representantes de la literatura vanguardista latinoamericana.Culto y poliglota.


lunes, 27 de octubre de 2014

RUY BELO / EL CORRER DE LOS DÍAS

RUY BELO /
 EL CORRER DE LOS DÍAS 




Ruy Belo 
El correr de los días (fragmento)

Escribir significa para mí morir poco a poco, anticipando el definitivo regreso al humus. Escribo tal como vivo, como deseo languidecer. En cada palabra me suicido, en cada palabra puedo cambiar el orden y la armonía. Escribir es matar y matarme.
La poesía es un acto de insubordinación a todos los niveles, desde el nivel lingüístico como herramienta comunicativa hasta el nivel de conformismo en connivencia con el orden establecido. 
"

El Poder de la Palabra
epdlp.com



Ruy Belo La senda de la poesía (fragmento)

Hacer un poema es en el fondo es un acto de humildad, es dejar a un lado los suspiros, las actitudes, olvidarse de movimientos y tendencias, de amigos y de aquella madrina que deposita grandes esperanzas en nosotros, e inmolar a determinadas palabras toda la poesía posible. "

El Poder de la Palabra
epdlp.com

Ruy Belo Asentamiento

En tu amor por mí hay una calle que comienza
Ni árboles ni casas existían
antes que tuvieras palabras
y todo un corazón fuese para ellas
Te invento y el cielo azulea sobre esta
triste condición de tener que recibir
de los chopos donde cantan
los pájaros imposibles
la nueva primavera
Suenan campanadas y levantan el vuelo
todos los cuidados
Oh mi amor, ni mi madre
tenía un regazo así
como tiene este día
Y llego y me siento al lado
de la primavera. 
"

El Poder de la Palabra
epdlp.com


 Escritor portugués. Se doctoró en Derecho Canónico en la Universidad Gregoriana de Roma y se licenció en Derecho en Lisboa. Como poeta, publicó Aquele Grande Rio Eufrates (1961), O Problema da Habitação - Alguns Aspectos (1962) y A Margem da Alegria (1974) y, como crítico, La senda de la poesía (1969). Su lenguaje poético establece un equilibrio entre el carácter reflexivo, derivado de vivencias religiosas o metafísicas; el aprovechamiento de técnicas discursivas de vanguardia; y una percepción aguda de la realidad. Sus imágenes se centran en la ciudad, ligadas a preocupaciones solidarias o a la evocación de la infancia y de la muerte, a través de una hábil utilización irónica del lenguaje cotidiano o de la referencia cultural.  © eMe
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Habita como forastero en esta tierra, y estaré contigo, y te bendeciré 
Génesis, 26, 3
Wer jetzt kein Haus hat, baut sich keines mehr 
[Quien ahora no tenga casa, ya no la construirá]
Rainer Maria Rilke
O problema da habitação. Alguns aspectos (1962). El problema de la habitación. Algunos aspectos (2009). 47 años separan el poemario del portugués Ruy Belo de su reciente traducción al español. Da que pensar, sobre todo teniendo en cuenta el tremendo peso poético que tuvieron sus versos en Portugal durante las décadas de los 60 y 70, y que hoy, transcurrido mucho tiempo desde su muerte, continúan teniendo.
Es difícil asimilar un clásico de la poesía de nuestro país vecino como si de un poeta novel y desconocido se tratase. Da que pensar: en las fronteras, en las limitaciones lingüísticas, en esa peligrosa e imperceptible distancia que produce siempre la proximidad. En todo esto hay una reflexión no sólo editorial, sino también cultural, donde la poesía se margina casi hasta el olvido. Precisamente esta demora en la traducción es también, como manifiesta el título del poemario, un claro ejemplo de problema de habitación: los largos poemas de Belo se rehacen en lengua española para, al final, hacerse hueco y tener un nuevo lugar que frecuentar en la poesía escrita en español. De alguna manera, Ruy Belo se localiza de nuevo: Ediciones sequitur, Madrid 2009. Y en ese sentido trashumante en el que se lee el verso-a-verso de estos poemas, podemos reivindicar su necesaria traducción: el sentido de la poesía es siempre un sentido por hacer (Jean-Luc Nancy), idea que Belo, -junto a otros poetas portugueses sí traducidos como Herberto Helder, Luzia Neto Jorge o Carlos de Oliveira-, expresa mediante una alta labor estética, la de conocer distintamente una realidad que se agota. Ahora, en español, se leen sus poemas como en 1962: con aquella misma insatisfacción y esa batalla contra la permanencia bajo la soledad de lo habitual. Pero –qué duda (ontológica) cabe- con una resistencia mayúscula por seguir existiendo, en este caso bilingüemente. Al igual que en la cita que encabeza el libro (É obrigatória a inscrição no registro civil dos factos essenciais relativos ao individuo… nomeadamente dos nascimentos, casamentos e óbitos. Art.º 2.º do decreto-lei de 18/2/1911), doy cuenta de su nuevo registro poético para que así conste a efectos legales: ISBN 978-84-95363-50-3.
Una especie de celebración: Y la alegría es una casa demolida. Comienza, de nuevo, El problema de la habitación para Ruy Belo.
De muy lejos venida, inviable recuerdo
indeciso en las manos o consentido
por alguna imposible infancia
Y la alegría es una casa recién-construida.
.
La mudanza, en el aspecto inmobiliario, es una rara mezcla de trabajo tonto y de alegre cansancio. En el ámbito poético, la habitación es, paradójicamente, un trasiego entre verso y verso, entre espacios y lugares, entre tiempo y otros tiempos. Y las sensaciones se hacen efectivamente variables: la alegría hace las veces de tristeza, el trabajo es la ceremonia del día a día. El poeta se sabe nómada, aunque nunca lo reconoce: allá donde la vida multiplica el paisaje / y la naturaleza acepta humanos movimientos. Ruy Belo se da origen no en un lugar, sino en cada uno de los lugares por los que transita su voz. Por eso, el lugar del poeta portugués es la totalidad del poema mismo que, a través de unos versos de largo recorrido, deja en entredicho a la patria poética enunciada por Heidegger respecto a Hölderlin en sus famosas Aclaraciones a la poesía de Hölderlin. El entredicho, según las ideas de Eduardo Milán, es donde el poeta reside, un medio que en este poemario se muestra en tanto que ciudad cotidianamente en construcción (o en estaciones de transición: otoño y primavera, con habitantes, con turistas y ruidos de fondo). El deseo de una habitación para el poeta se ve abocado a una convivencia dondedepositamos en los vecinos cimientos, por lo que este entredicho es, de alguna manera, un mediar palabras y un compartir gestos. El yo cimentado en el otro. La soledad andamiada por la sociedad. Belo no busca, pues, una tierra original que habitar ni acercarse a la esencia divina (de la que habla siempre, aunque desde una religiosidaddes-medida: la distancia insalvable entre cielo y tierra, que es la misma que separa la altura de los árboles de los ojos del poeta y estos del poema que se escribe en una hoja); su tragedia –si se entiende en términos de resistencia sobre el vacío- es en Belo recreativa: frente a la estancia, per-vivencia; ante la soledad, la reflexión (de las sensaciones íntimas) y escritura (de los espacios sociales). Intentar formas de habitar y ser habitado:
[…] o cómo convertir a Dios a nuestra inmaculada vida?
Casi tan agradable como en el invierno meter los pies
fríos en la cama
u oír por la mañana resoplar a la excavadora número seis
y despertar a los funcionarios del sindicato de enfrente
Tan modestos subsidios para una rudimentaria teoría del
envenenamiento
En un ensayo titulado “O correr dos dias”, el poeta portugués inventa esta teoría del envenenamiento como refutación de su escritura poética: «[…] escrever é para mim morrer um pouco, anticipar o regresso definitivo à terra. Escrevo como vivo, como amo, destruindo-me. Suicido-me nas palavras. Violento-me. Altero uma ordem, uma harmonia […] Ao escriver mato-me e mato. A poesia é um acto de insubordinação a todos os níveis, desde o nível da limguagem como instrumento de comunicação, até ao nível do conformismo, da conivência com a ordem, qualquer ordem establecida». En ese sentido, el problema de la habitación de Belo alcanza fuertes posiciones críticas -léase políticas- respecto a la sociedad aburguesada y católica en la que se encuentra instalado, donde De las casa de las mejores familias de la ciudad / sube al caer de la tarde el complejo perfume / de las oraciones transpiraciones defecaciones. Por otro lado, el planteamiento de este problema toca techo en valores metafísicos con el binomio vida-muerte (y el mundo transitado de por medio: Nacemos y morimos y está el mismo sol ahí fuera), claro correlato de otro binomio, creación-destrucción: la alegría es una casa recién-construida // la alegría es una casa demolida // No hay ya más hoja o casa o alegría en donde habitar. Es decir, la muerte (también en metáforas otoñales), como la vida (el renacer de la vida en la primavera de los árboles), es un estado en transición, un eterno ir y volver que sincroniza tiempo y espacio en el (tópico e inefable) instante.
.
A través estas tres dimensiones (política, metafísica y estética), el poeta portugués erige un estado de incertidumbre/esperanza que nunca progresa, si no es en forma de una melancolía tácita que bien resume versos como llegamos tarde y la poesía es vieja oTodos los males nos vinieron contigo, poesía, confirmación de una tradicional labor poética por la que el propio Belo pasa una y otra vez en la construcción-deconstrucción de sus propios poemas: cuantiosas referencias a versículos bíblicos en latín y de la Eneida de Virgilio, así como nombres de ciudades históricas o míticas tales como Patmos, Troya, Roma, Babilonia, etc. Acción ésta, como antes se apuntó, re-creativa, una intertextualidad que abre pasajes comunicativos entre la tradición literaria latina y los poemas de Belo bien referenciados, sobre todo, en sus títulos. Aquí la tradición es un lugar de paso, un lugar donde habitar trans-versalmente.
Feliz aquel que administra sabiamente
la tristeza y aprende a repartirla entre los días
Pueden pasar los meses y los años y nunca le faltará
[…] Pero, poeta, administra la tristeza con sabiduría
Belo bien podría haberse hecho la misma pregunta de Heidegger de ¿para qué poetas en tiempos de penuria?, aunque él, asumida esa penuria (por no decir saudade), sencillamente la reduce: Y yo ¿qué canto?, a lo que él mismo responde con su escritura, con unos versos finales: quizás cantar sea el último recurso y, en otro poema, […] tal vez el fin (o el principio) de los hombres y de los seres.
Maneras de habitar sobre la marcha.
ANTONIO J. ALÍAS.

http://www.antoniomiranda.com.br/iberoamerica/portugal/ruy_belo.html#sTEXTOS EN ESPAÑOL
Tradução de Xosé Lois García

            Empleo y desempleo del poeta

         Dejad que en sus manos crezca el poema
         como el sonido del avión en el cielo sin nubes
o en el sordo verano las mañanas de domingo
No le digais que es mano de obra y además
que el tiempo no está para la poesía

Publicar versos en periódicos que tiran millares
tal vez hasta algunos millones de ejemplaes
¿habrá algo que se le compare?
Grandes mujeres como semíramis
publia hortênsia de castro o victoria colonna
todas aquellas que más intimamente murieron
no hicieron tanto por inmortalizarse

Oh qué agradable es ver a un poeta en ejercicio
llegar incluso a hacer versos por encargo
versos que al leerlos el más astuto crítico en vano buscaría
quién evitase la guerra mayúsculas-minúsculas mejor
Bastante más que la armonía entre los hermanos
El poeta en ejercicio es como aceite precioso derramado
en la cabeza y em la barba de Aaron

Llorad profesionales de la caridad
por el pobre poeta retirado
que ya no sabe a donde ir a buscar los versos
oh que largos son para él los días
ni sabe donde poner las manos


Elogio de la amada

Miradla ubérrima numerosa escogida
secreta llena de pensamientos exenta de cuidados
Viene sentada en la nueva primavera
Cercada de sonrisas en el regazo lírios
ojos hechos de sombra de viento y de momento
ajena a estos días que yo nunca consigo
Le muerde el tiempo en la faz las raíces de la risa
comienza más allá de ella a ser lejos
La amada es la infancia que viene a mí
Hay pájaros antiguos en los límpidos caminos
y muertos como antes nunca más
Miradla cómo se extiende amplia como una patria
en el umbral de nuestra indiferencia
Nuestros atrios son para sus pies solitarios
todos nosotros olvidamos la casa de los padres
ella llena de días nuestras manos vacías
El dolor está en ella hasta que dios comienza
yo bien le siento el talón del amor
¿Qué importa ser de una sola mañana y no haber en cambio
árbol más azotado por los diversos vientos?
¿Qué importa dividirnos en un desmoronamiento de ponientes?
Más triste incluso es la vida donde otros pasarán
multiplicándole la ausência ?qué importa
si donde ponemos los pies es primavera?


Mi tarde

Dispongo del viento del sol dispongo del árbol
tengo pájaros tengo niños
tengo incluso a mi disposición el mar
tal vez con todo esto pueda formar una tarde
una tarde azul y calmada donde me pueda refugiar
Pero ¿y las ideas las doctrinas los problemas?
Si no resolví aún el problema de la uña del dedo meñique
¿cómo pretender Haber resuelto el mínimo problema?
¿Y las ideas que sólo sirven para dividir?
Las ideas tienen húmeros innúmeros
y es difícil caminar en medio de la multitud
Podría decir (pero no me deja descansando):
Soy joven. Tengo por tanto la razón de mi lado
Dejad a los pájaros cantar a los niños jugar
el tiempo no urge el corazón no arde
¿Quién soy? Yo sólo y mi tarde
Los niños con sus vocês blancas
rayan alegremente el cielo azul
pasan las aves con su vuelo rasante
desde sá de miranda hasta jorge de sena
Y el tiempo pasa así. Soy yo y el pasado
Era joven. No tengo la razón de mi lado



Poemas extraídos de HORA DE POESIA 27/28 Año 1983. “Antología de la actual poesia portuguesa”, volume cedido pelo poeta Aricy Curvello para a Biblioteca Nacional de Brasília, reprodução com a autorização do tradutor Xosé Lois García.

viernes, 3 de octubre de 2014

Yo no he comprendido jamás cómo se puede amar al prójimo. A mi juicio es precisamente al prójimo a quien no se puede amar. A lo sumo, sólo se le

Fedor  Dostoyevsky 


de CRIMEN Y CASTIGO a 
LOS HERMANOS KARAMAZOV









—Voy a hacerte una confesión —empezó a decir Iván—. Yo no he comprendido jamás cómo se puede amar al prójimo. A mi juicio es precisamente al prójimo a quien no se puede amar. A lo sumo, sólo se le puede querer a distancia. 







Diálogo de Iván y Aliosha Karamazov 
De "LOS HERMANOS KARAMAZOV", de F. Dostoyevsky (1880)

...
- ... ¿Por qué te inquieta tanto que me vaya? —dijo Iván—. Todavía nos queda mucho tiempo, casi una eternidad.
—¿Una eternidad, marchándote mañana?
—Eso no importa. Nos sobrará tiempo para tratar del asunto que nos interesa. ¿Por qué me miras con esa cara de asombro? Respóndeme a esto: ¿para qué nos hemos reunido aquí? ¿Para hablar del amor de Catalina Ivanovna, del viejo o de Dmitri? ¿Para hacer comentarios sobre la política extranjera, la desastrosa situación de Rusia, o el emperador francés? ¿Nos hemos reunido para esto?
—No.
—Entonces ya sabes para qué nos hemos reunido. Somos dos candorosos jóvenes rusos, cuya única preocupación es resolver las cuestiones eternas. Actualmente, toda la juventud rusa se dedica a discutir sobre estos temas, mientras los viejos se limitan a las cuestiones prácticas. ¿Para qué me has estado observando durante tres meses sino para preguntarme si tenía fe o no? Esto es lo que decían tus miradas, Alexei Fiodorovitch, ¿verdad?
—Bien podría ser —dijo Aliocha sonriendo—. Pero, oye, ¿no te estás burlando de mí?
—¿Burlarme de ti? Por nada del mundo causaría un pesar a un hermano que me ha estado escudriñando ansiosamente durante tres meses. Aliocha, mírame a los ojos. Soy un joven ruso como tú. La única diferencia es que tú eres novicio y yo no. ¿Cómo procede la juventud rusa o, por lo menos, buena parte de ella? Van a un café caliente, como este, y se reúnen en un rincón. Estos jóvenes no se habían visto antes y estarán cuarenta años sin volverse a ver. ¿De qué hablan en el rato que pasan juntos? Sólo de cuestiones importantes: de si Dios existe, de si el alma es inmortal. Los que no creen en Dios hablan del socialismo, de la anarquía, de la renovación de la humanidad, o sea, de las mismas cuestiones enfocadas desde otros puntos de vista. Buena parte de la juventud rusa, la más singular, está fascinada por estas cuestiones, ¿no es verdad?
—Sí; para los verdaderos rusos, la existencia de Dios, la inmortalidad del alma, o, como tú has dicho, estas mismas cuestiones enfocadas desde otros puntos de vista, están en primer término. Afortunadamente.
Y al decir esto, Aliocha miraba a su hermano escrutadoramente y le sonreía.
—Aliocha... ser ruso no necesariamente significa ser inteligente. No hay nada más tonto que las ocupaciones actuales de la juventud rusa. Sin embargo, hay un joven ruso que merece todo mi afecto.
—¡Qué bien has expuesto la cuestión! —dijo Aliocha riendo.
—Bien, dime por dónde debemos empezar. ¿Por la existencia de Dios?
—Como quieras. También puedes empezar por el otro punto de vista. Ayer afirmaste que Dios no existe.
Y Aliocha fijó su mirada en la de su hermano.
—Lo dije para irritarte. Vi como relampagueaban tus ojos. Pero ahora estoy dispuesto a hablar en serio contigo, pues no tengo amigos y quiero tener uno.— Iván se echó a reír y añadió:
—Admito que es posible que Dios exista. No lo esperabas, ¿verdad?
—Desde luego. A menos que hables en broma.
—Nada de eso. Aunque ayer, al reunirnos con el starets, se creyera que no hablaba en serio. Oye, querido Aliocha: en el siglo dieciocho hubo un pecador que dijo: Si Dieu n'existait pas, il faudrait l'inventer. En efecto, es el hombre el que ha inventado a Dios. Lo asombroso es, no que Dios exista, sino que esta idea de la necesidad de Dios acuda al espíritu de un animal perverso y feroz como el hombre. Es una idea santa, conmovedora, llena de sagacidad y que hace gran honor al hombre.
En lo que a mí concierne, ya hace tiempo que he dejado de preguntarme si es Dios el que ha creado al hombre o el hombre el que ha creado a Dios. Desde luego, no pasaré revista a todos los axiomas que los adolescentes rusos han deducido de las hipótesis europeas, pues lo que en Europa es una hipótesis se convierte en seguida en axioma para nuestros jovencitos, y no sólo para ellos, sino también para sus profesores, que suelen parecerse a los alumnos.
Así, yo renuncio a todas las hipótesis y me pregunto cuál es nuestro verdadero designio. El mío es explicar lo más rápidamente posible la esencia de mi ser, mi fe y mis experiencias. Por eso me limito a declarar que admito la existencia de Dios. Sin embargo, hay que advertir que si Dios existe, si verdaderamente ha creado la tierra, la ha hecho, como es sabido, de acuerdo con la geometría de Euclides, puesto que ha dado a la mente humana la noción de las tres dimensiones, y nada más que tres, del espacio. Sin embargo, ha habido, y los hay todavía, geómetras y filósofos, algunos incluso eminentes, que dudan de que todo el universo, todos los mundos, estén creados siguiendo únicamente los principios de Euclides. Incluso tienen la audacia de suponer que dos paralelas, que según las leyes de Euclides no pueden encontrarse en la tierra, se pueden reunir en otra parte, en el infinito.
En vista de que ni siquiera esto soy capaz de comprender, he decidido no intentar comprender a Dios. Confieso humildemente mi incapacidad para resolver estas cuestiones. En esencia, mi pensamiento es euclidiano: una mentalidad terrestre. ¿Para qué intentar resolver cosas que no son de este mundo? Te aconsejo que no te tortures el cerebro tratando de resolver estas cuestiones, y menos aún el problema de la existencia de Dios. ¿Existe o no existe? Estos puntos están fuera del alcance de la inteligencia humana, que sólo tiene la noción de las tres dimensiones. Por eso yo admito sin razonar no sólo la existencia de Dios, sino también su sabiduría y su finalidad para nosotros incomprensible. Creo en el orden y el sentido de la vida, en la armonía eterna, donde nos dicen que nos fundiremos algún día. Creo en el Verbo hacia el que tiende el universo que está en Dios, que es el mismo Dios; creo en el infinito. ¿Voy por el buen camino?
Ahora, imagínate que, al fin de cuentas, yo no admita este mundo de Dios, aunque sepa que Él existe. Observa que no es a Dios a quien rechazo, sino a la creación: esto y sólo esto es lo que me niego a aceptar.
Me explicaré: puedo admitir ciegamente, como un niño, que el dolor desaparecerá del mundo, que la irritante comedia de las contradicciones humanas se desvanecerá como un miserable espejismo, como una vil manifestación de una impotencia mezquina, como un átomo de una mente euclidiana; que al final del drama, cuando aparezca la armonía eterna, se producirá una revelación tan hermosa que conmoverá a todos los corazones, calmará todos los grados de la indignación y absolverá de todos los crímenes y de la sangre derramada. De modo que se podrá no sólo perdonar, sino justificar todo lo que ha ocurrido en la tierra. Todo esto podrá suceder, pero yo no lo admito, no quiero admitirlo. Si las paralelas se encontraran ante mi vista, yo diría que se habían encontrado, pero mi razón se negaría a admitirlo.
Esta es mi tesis, Aliocha. He comenzado expresamente nuestra conversación del modo más tonto posible, pero la he conducido a mi confesión, pues sé que es esto lo que tú esperas. No es el tema de Dios lo que te interesa, sino la vida espiritual de tu querido hermano.
Iván acabó su discurso con una emoción singular, inesperada.
—¿Por qué has empezado «del modo más tonto posible»? —preguntó Aliocha, mirándolo pensativo.
—En primer lugar, por dar a la charla un tono típicamente ruso. En Rusia las conversaciones sobre este tema se inician siempre tontamente. Pero muy pronto la tontería llega al fin y desemboca en la claridad. La tontería no apela a la astucia y gana en concisión, mientras que el ingenio empieza a dar rodeos y se esconde. El ingenio es innoble; en la tontería hay honradez. Cuanto más estúpidamente confiese la desesperación que me abruma, mejor para mí.
—¿Quieres explicarme por qué «no admites el mundo»?
—Desde luego. Esto no es ningún secreto, y te lo iba a explicar. Hermanito, mi propósito no es pervertirte ni quebrantar tu fe. Al contrario, lo que deseo es purificarme con tu contacto.
Iván dijo esto con una sonrisa infantil. Aliocha no le había visto nunca sonreír de este modo. 
CAPITULO IV — REBELDÍA
—Voy a hacerte una confesión —empezó a decir Iván—. Yo no he comprendido jamás cómo se puede amar al prójimo. A mi juicio es precisamente al prójimo a quien no se puede amar. A lo sumo, sólo se le puede querer a distancia. No sé dónde he leído que «San Juan el Misericordioso», al que un viajero famélico y aterido suplicó un día que le diera calor, se echó sobre él, lo rodeó con sus brazos y empezó a expeler su aliento en la boca del desgraciado, infecta, purulenta por efecto de una horrible enfermedad. Estoy convencido de que el santo tuvo que hacer un esfuerzo para obrar así, que se engañó a sí mismo al aceptar como amor un sentimiento dictado por el deber, por el espíritu de sacrificio. Para que uno pueda amar a un hombre, es preciso que este hombre permanezca oculto. Apenas ve uno su rostro, el amor se desvanece.
—El starets Zósimo ha hablado muchas veces de eso —dijo Aliocha—. Decía que las almas inexpertas hallaban en el rostro del hombre un obstáculo para el amor. Sin embargo, hay mucho amor en la humanidad, un amor que se parece algo al de Cristo. Lo sé por experiencia, Iván.
—Pues yo no lo conozco todavía y no lo puedo comprender. Hay muchos en el mismo caso que yo. Hay que dilucidar si esto procede de una mala tendencia o si es algo inseparable de la naturaleza humana. A mi juicio, el amor de Cristo a los hombres es una especie de milagro que no puede existir en la tierra. Él era Dios y nosotros no somos dioses. Supongamos, para poner un ejemplo, que yo sufro horriblemente. Los demás no pueden saber cuán profundo es mi sufrimiento, puesto que no son ellos los que lo sufren, sino yo. Es muy raro que un individuo se preste a reconocer el sufrimiento de otro, pues el sufrimiento no es precisamente una dignidad.
¿Por qué ocurre así? ¿Tú qué opinas? Tal vez sea que el que sufre huele mal o tiene cara de hombre estúpido. Por otra parte, hay varias clases de dolor. Mi bienhechor admitirá el sufrimiento que humilla, el hambre por ejemplo, pero si mi sufrimiento es elevado, como el que procede de una idea, sólo por excepción creerá en él, pues, al observarme, verá que mi cara no es la que su imaginación atribuye a un hombre que sufre por una idea. Entonces dejará de protegerme, y no por maldad. Los mendigos, sobre todo los que no carecen de cierta nobleza, deberían pedir limosna sin dejarse ver, por medio de los periódicos. En teoría, y siempre de lejos, uno puede amar a su prójimo; pero de cerca es casi imposible. Si las cosas ocurrieran como en los escenarios, en los ballets, donde los pobres, vestidos con andrajos de seda y jirones de blonda, mendigan danzando graciosamente, los podríamos admirar. Admirar, pero no amar...
Basta ya de esta cuestión. Sólo pretendía exponerte mi punto de vista. Te iba a hablar de los dolores de la humanidad en general, pero será preferible que me refiera exclusivamente al dolor de los niños. Mi argumentación quedará reducida a una décima parte, pero vale más así. Desde luego, salgo perdiendo. En primer lugar, porque a los niños se les puede querer aunque vayan sucios y sean feos (dejando aparte que a mí ningún niño me parece feo). En segundo lugar, porque si no hablo de los adultos, no es únicamente porque repelen y no merecen que se les ame, sino porque tienen una compensación: han probado el fruto prohibido, han conocido el bien y el mal y se han convertido en seres "semejantes a Dios". Y siguen comiendo el fruto. Pero los niños pequeños no han probado ese fruto y son inocentes.
Tú quieres a los niños, Aliocha. Sí, tú quieres a los niños, y, como los quieres, comprenderás por qué prefiero hablar sólo de ellos. Ellos también sufren, y mucho, seguramente para expiar la falta de sus padres, que han comido el fruto prohibido... Pero estos razonamientos son de otro mundo que el corazón humano no puede comprender desde aquí abajo. Un ser inocente no es capaz de sufrir por otro, y menos una tierna criatura. Aunque te sorprenda, Aliocha, yo también adoro a los niños. Observa que entre los hombres crueles, dotados de bárbaras pasiones, como los Karamazov, abundan los que quieren a los niños. Hasta los siete años, los niños se diferencian extraordinariamente de los hombres. Son como seres distintos, de distinta naturaleza.
Conocí un bandido, un presidiario, que había asesinado a familias enteras, sin excluir a los niños, cuando se introducia por las noches en las casas para desvalijarlas, y que en el penal sentía un amor incomprensible por los niños. Observaba a los que jugaban en el patio y se hizo muy amigo de uno de ellos, que solía acercarse a su ventana...
¿Sabes por qué digo todo esto, Aliocha? Es que me duele la cabeza, y estoy triste...
—Tienes un aspecto extraño —dijo el novicio, inquieto—. Tu estado no es el normal.
—Por cierto —dijo Iván como si no hubiera oído a su hermano—, que un búlgaro me ha contado hace poco en Moscú las atrocidades que los turcos y los cherqueses cometen en su país. Temiendo un levantamiento general de los eslavos, incendian, estrangulan, violan a las mujeres y a los niños. Clavan a los prisioneros por las orejas en las empalizadas y así los tienen toda la noche. A la mañana siguiente los cuelgan. A veces, se compara la crueldad del hombre con la de las fieras, y esto es injuriar a las fieras. Porque las fieras no alcanzan nunca el refinamiento de los hombres. El tigre se limita a destrozar a su presa y a devorarla. Nunca se le ocurriría clavar a las personas por las orejas, aunque pudiera hacerlo. Los turcos torturan a los niños con sádica satisfacción; los arrancan del regazo materno y los arrojan al aire para recibirlos en las puntas de sus bayonetas, a la vista de las madres, cuya presencia se considera como el principal atractivo del espectáculo. He aquí otra escena que me horrorizó: un niño de pecho en brazos de su temblorosa madre y, en torno de ambos, los turcos. A éstos se les ocurre una broma. Empiezan a hacer muecas al bebé, hasta que consiguen hacerle reír. Entonces uno de los soldados le encañona de cerca con su revólver. El niño intenta agarrar el «juguete» con sus manitas, y en este momento el refinado bromista aprieta el gatillo y le destroza la cabeza. Dicen que los turcos aman los placeres.
—¿Por qué me cuentas esto, hermano?
—Mi opinión es que si el diablo no existe, si ha sido creado por el hombre, éste lo ha hecho a su imagen y semejanza.
—¿Como a Dios?
—¡Qué bien sabes «devolver las palabras»!, como dice Polonio en Hamlet —repuso Iván riendo. Te has aprovechado de las mías. Ciertamente, tu Dios es bello, aunque el hombre lo haya hecho a su imagen y semejanza. Me has preguntado hace un momento por qué te cuento estas cosas. Te lo diré: me encanta coleccionar estos hechos y anécdotas. Los recojo en los periódicos, anoto lo que otros cuentan, y tengo una bonita colección. Naturalmente, los turcos no faltan en ella, y tampoco otros extranjeros, pero he anotado también casos nacionales que superan a todos. En Rusia, el garrote y el látigo ocupan un puesto de honor. No clavamos a las personas por las orejas, desde luego, porque somos europeos, pero tenemos la especialidad del azote: en esto nadie nos aventaja. En el extranjero estos sistemas de castigo han desaparecido casi por completo a consecuencia de una mejora en las costumbres, o porque las leyes impiden a un hombre azotar a su prójimo. En cambio, existe en ciertos paises un hábito tan peculiar, que aunque se ha implantado también aquí, es impropio de Rusia, especialmente después del movimiento religioso que se ha producido en la alta sociedad.
Poseo un interesante folleto, traducido del francés, que relata la ejecución, realizada en Ginebra hace cinco años, de un asesino llamado Ricardo, que se convirtió al cristianismo antes de morir. Tenía entonces veinticuatro años y era un hijo natural al que, cuando tenía seis años, habían entregado sus padres a unos pastores suizos, que lo criaron con vistas a la explotación. El niño creció como un salvaje, sin estudiar ni aprender nada. Cuando tenía siete años lo enviaron a apacentar el ganado bajo el frío y la humedad, medio desnudo y hambriento. Sus protectores no experimentaban ningún remordimiento por tratarlo así. Por el contrario, creían ejercer un derecho, ya que les habían dado a Ricardo como quien da un objeto. Ni siquiera consideraban un deber alimentarlo. El mismo Ricardo declaró que de buena gana se habría comido entonces el amasijo que daban a los cerdos para engordarlos, lo mismo que el hijo pródigo del Evangelio, pero que no lo podía hacer porque se lo tenían prohibido y le pegaban si se atrevía a robar la comida de los animales. Así pasó su infancia y su juventud, y cuando fue hombre se dedicó al robo. Este salvaje se ganaba la vida en Ginebra como jornalero, se bebía el jornal, vivía como un monstruo y acabó por asesinar a un viejo para desvalijarlo. Lo detuvieron, lo juzgaron y lo condenaron a muerte. En Ginebra no se andan con sentimentalismos.
En la prisión se ve en seguida rodeado de pastores protestantes, miembros de asociaciones religiosas y damas de patronatos. Entonces aprende a leer y escribir, le explican el Evangelio y, a fuerza de adoctrinarlo y catequizarlo, acaban por conseguir que confiese solemnemente su crimen. Dirigió al tribunal una carta en la que decía que era un monstruo, pero que el Señor se había, dignado iluminarlo y enviarle su gracia. Toda Ginebra se conmovió, toda la Ginebra filantrópica y santurrona. Todo lo que había de noble y recto en la capital acudió a la prisión. Lo abrazaban, lo estrujaban. «Eres nuestro hermano. Dios te ha concedido la gracia.» Ricardo llora, enternecido. «Sí, Dios me ha iluminado. En mi infancia y en mi juventud deseaba la comida de los cerdos. Ahora se me ha otorgado la gracia y muero en el Señor.» «Sí, Ricardo: has derramado sangre y debes morir. No es tuya la culpa si ignorabas la existencia de Dios cuando robabas la comida de los cerdos y te pegaban por obrar así (sin embargo, no procedías bien, pues está prohibido robar); pero has derramado sangre y debes morir.»
Llega el último día. Ricardo, abatido, llora y no cesa de repetir: «Hoy es el día más hermoso de mi vida, pues me voy al lado de Dios.» «¡Sí, —exclaman los religiosos y las damas de los patronatos— es el día más bello de tu vida, pues vas a reunirte con Dios!» La multitud se dirige al patíbulo, siguiendo al carro que transporta a Ricardo ignominiosamente. Todos llegan al lugar del suplicio. «¡Muere, hermano! —gritan a Ricardo—. ¡Muere en el Señor! ¡Su gracia está contigo!» Y Ricardo sube al patíbulo entre besos. Tiende su cabeza, que es cortada en nombre de la gracia divina. Es un suceso típico. Los luteranos de la alta sociedad han traducido el folleto al ruso y lo distribuyen como suplemento gratuito para instruir al pueblo.
La aventura de Ricardo es interesante como rasgo nacional. En Rusia resultaría absurdo decapitar a un hermano por la única razón de que se ha convertido en uno de los nuestros, al haberle concedido el Señor la gracia, pero tenemos también nuestras cosas. En nuestro país, torturar golpeando constituye una tradición histórica, un placer que puede satisfacerse en el acto. Nekrasov nos habla en uno de sus poemas de unmujik que fustiga a su caballo en los ojos. Todos hemos visto esto, pues es una costumbre muy rusa. El poeta nos describe un caballo que tira de un carro cargado excesivamente y que se ha atascado, sin que el animal pueda sacarlo del atolladero. El mujik lo azota con encarnizamiento, sin darse cuenta de lo que hace, prodigando los latigazos en una especie de embriaguez. «Aunque no puedas tirar, tirarás. Muérete, pero tira.» El indefenso animal se debate desesperadamente, mientras su dueño fustiga sus dos ojos, de los que brotan las lágrimas. Al fin, logra salir del atolladero y avanza tembloroso, sin aliento, con paso vacilante, lamentable, premioso. En el poema de Nekrasov esto resulta verdaderamente horrible. Sin embargo, se trata solamente de un caballo, y ¿acaso Dios no ha creado a los caballos para que se les fustigue? Así piensan los que nos han legado el knut.
Sin embargo, también se puede fustigar a las personas. He aquí un caso: cierto señor culto y su esposa se deleitan azotando a una hija suya que sólo tiene siete años. Al papá le complace que el garrote tenga espinas. «Así hace más daño», dice. Hay personas que se enardecen hasta el sadismo a medida que van dando golpes. Golpean a la niña durante un minuto y seguían pegándole durante dos, durante cinco, durante diez, cada vez más fuerte. Al fin, la niña, agotadas sus fuerzas, con voz sofocada, grita: «¡Piedad, papá! ¡piedad, papaíto!» El suceso se convierte en escándalo público y llega a los tribunales de justicia. Los padres entregan el asunto a un abogado, a esas «conciencias que se alquilan». El letrado defiende a su cliente. «El asunto no puede estar más claro. Es una escena de familia como tantas otras que se ven a diario. Un padre que castiga a una hija. Es vergonzoso perseguir a un hombre por obrar así.» El jurado acepta la tesis del defensor. Se retira y emite un veredicto negativo. El público se alegra al ver que dejan en libertad a semejante verdugo. Yo no presencié el juicio. De haber estado allí, habría propuesto hacer una recolecta en honor de aquel buen padre de familia...
Es un hermoso cuadro. Sin embargo, Aliocha, puedo ofrecerte otros mejores, también relacionados con los niños rusos. He aquí uno de ellos. Se refiere a una niñita de cinco años a la que sus padres detestan, sus padres, que son «honorables funcionarios instruidos y bien educados». Hay muchas personas mayores que se complacen en torturar a los niños, pero sólo a los niños. Con los adultos, tales individuos se muestran cariñosos y amables, como europeos cultos y humanitarios, pero experimentan un placer especial en hacer sufrir a los niños: es su modo de amarlos. La confianza angelical de estas indefensas criaturas seduce a las personas crueles. Estas personas no saben adónde ir ni a quién dirigirse, y ello excita sus malos instintos. Todos los hombres llevan un demonio en su interior, hijo de un carácter colérico, del sadismo, de un desencadenamiento de pasiones innobles, de enfermedades contraídas en un régimen de libertinaje, de la gota, del mal funcionamiento del hígado... Pues bien, aquellos cultos padres desahogaban de varios modos su crueldad sobre la pobre criatura. La azotaban, la golpeaban sin motivo. Su cuerpo estaba lleno de cardenales. Y aún extremaron más su crueldad: en las noches glaciales de invierno, encerraban a la niña en el retrete, con el pretexto de que no pedía a tiempo que se la sacara de la cama para llevarla allí, sin hacerse cargo de que una niña de esta edad que está profundamente dormida, nunca puede pedir estas cosas a tiempo. Le embadurnaban la cara con sus excrementos y su misma madre la obligaba a que se los comiera. Y esta madre dormía tranquilamente, sin conmoverse ante los gritos de la pobre niña encerrada en un lugar tan repugnante. ¿Te imaginas a esa infeliz criatura, a merced del frio y la oscuridad, sin saber lo que le ocurre, golpeándose con los puños el pecho anhelante, derramando inocentes lágrimas y pidiendo a Dios que la socorra? ¿Comprendes este absurdo? ¿Puede tener todo esto algún fin? Contéstame, hermano; respóndeme, piadoso novicio.
Se dice que todo esto es indispensable para que en la mente del hombre se forme la distinción entre el bien y el mal. ¿Pero para qué queremos esta distinción diabólica, pagada a tan alto precio? Toda la sabiduría del mundo es insuficiente para pagar las lágrimas de los niños. No hablo de los dolores morales de los adultos, porque los adultos han saboreado el fruto prohibido. ¡Que el diablo se los lleve! ¡Pero los niños...! Veo en tu cara que te estoy hiriendo, Aliocha. ¿Quieres que me calle?
—No, yo también quiero sufrir. Continúa.
—Te voy a presentar otro cuadro típico. Lo he leído en los «Archivos Rusos» o en «La Antigüedad Rusa», no puedo precisar en cuál de estas revistas. Fue en la época más triste de la esclavitud, en los comienzos del siglo diecinueve. ¡Viva el zar liberador!. Un antiguo general, rico terrateniente que tenía poderosas relaciones, vivía en uno de sus dominios, que contaba con dos mil almas. Era uno de esos hombres (a decir verdad, ya poco numerosos en aquel tiempo) que, una vez retirados del servicio, creían tener derecho a disponer de la vida y la muerte de sus siervos. Siempre malhumorado, trataba con altivo desdén a sus humildes vecinos, considerándolos como parásitos o bufones a su servicio. Tenía un centenar de monteros, todos uniformados, y varios cientos de lebreles. Un día, el hijo de una de sus siervas, un niño de ocho años, que se entretenía tirando piedras, hirió en la pata a uno de sus lebreles favoritos. Al ver que el perro cojeaba, el general inquirió el motivo y se le explicó todo, señalándole al culpable. Inmediatamente, el general ordenó que encerraran al niño, al que arrancaron de los brazos de su madre y que pasó la noche en el calabozo. Al día siguiente, al amanecer, el general se pone su uniforme degala, monta a caballo y se va de caza, rodeado de sus parásitos, monteros y lebreles. Se reúne a toda la servidumbre para dar un ejemplo y se conduce al lugar de la reunión al chiquillo con su madre. Es una mañana de otoño, brumosa y fría, excelente para la caza. El general ordena que se desnude completamente al niño, lo que se hace de inmediato. El chico tiembla, muerto de miedo, sin atreverse a pronunciar palabra. «¡Hacedlo correr!» ordena el general. «¡Hala! ¡Corre!», le dicen los monteros. El niño echa a correr. El general profiere el grito con que se lanza a la jauría en pos de las presas, y los perros se arrojan sobre el niño y lo destrozan a dentelladas ante los ojos de su madre.
Al parecer, el general fue sometido a vigilancia. ¿Qué crees tú que merecía? ¿Habría que fusilarlo? Habla, Aliocha.
—Sí, fusilarlo... —respondió Aliocha a media voz, pálido, con una sonrisa crispada.
—¡Bravo! —exclamó Iván, encantado—. Si tú lo dices... ¡Ah, el asceta! En tu corazón hay un pequeño demonio, Aliocha Karamazov.
—He dicho una tontería, pero...
—Sí: pero... Has de saber, novicio, que las tonterías son indispensables en el mundo, que está fundado sobre ellas. Si no se hicieran tonterías, no pasaría nada aquí abajo. Cada cual sabe lo suyo.
—¿Qué sabes tú?
—No comprendo nada de lo que te he dicho —dijo Iván como soñando—. Y no quiero comprender nada: me atengo a los hechos. Si los analizo, los transformo.
—¿Por qué me atormentas? —se lamentó Aliocha—. ¿Quieres decírmelo de una vez?
—Sí, te lo voy a decir. Es que te quiero demasiado para abandonarte en manos de tu starets Zósimo.
Iván se detuvo. En su semblante había aparecido de pronto una sombra de tristeza.
—Oye, Aliocha: me he limitado a hablar de los niños para ser más claro. No he hablado de las lágrimas humanas que saturan la tierra, para ser más breve. Confieso humildemente que no comprendo la razón de este estado de cosas. La culpa es sólo de los hombres. Se les dio el paraíso y codiciaron la libertad, aun sabiendo que serían desgraciados. Por lo tanto, no merecen piedad alguna. Mi pobre mente terrenal me permite comprender solamente que el dolor existe, que no hay culpables, que todo se encadena, que todo pasa y se equilibra. Estas son consideraciones euclidianas, y yo no puedo vivir apoyándome en ellas. ¿En qué me pueden satisfacer? Lo que necesito es una compensación; de lo contrario, desapareceré. Y no una compensación en cualquier parte, en el infinito, sino aquí abajo, una compensación que yo pueda ver.
Yo he creído, y quiero ser testigo del resultado, y si entonces ya he muerto, que me resuciten. Sería muy triste que todo ocurriese sin que yo lo percibiera. No quiero que mi cuerpo, con sus sufrimientos y sus faltas, sirva tan sólo para contribuir a la armonía futura en beneficio de no sé quién. Yo quiero ver con mis propios ojos a la cierva durmiendo junto al león, a la víctima besando a su verdugo. Sobre este deseo reposan todas las religiones, y yo tengo fe. Quiero estar presente cuando todos se enteren del porqué de las cosas. ¿Pero qué papel pueden tener los niños en todo esto? No puedo resolver esta cuestión. Todos han de contribuir con su sufrimiento a la armonía eterna, ¿pero por qué han de participar en ello los niños? No se comprende por qué también ellos han de padecer para cooperar al logro de esa armonía, por qué han de servir de material para prepararla. Comprendo la solidaridad entre el pecado y el castigo, pero esta no puede aplicarse a un niño inocente. Que éste sea culpable de las faltas de sus padres es una cuestión que no pertenece a nuestro mundo, y que yo no comprendo. Un malintencionado dirá que los niños irán creciendo y llegarán a la edad de los pecados... pero el chiquillo que murió destrozado por los perros no tuvo tiempo de crecer.
No estoy blasfemando, Aliocha. Comprendo el estremecimiento del universo, cuando el cielo y la tierra se unan en un grito de alegría, cuando todo lo que vive o haya vivido exclame: « ¡Tienes razón, Señor! ¡Se nos han revelado tus caminos!»; cuando el verdugo, la madre y el niño se abracen y digan con lágrimas en los ojos: «¡Tienes razón, Señor!» Sin duda, entonces se hará la luz y todo se explicará. Pero, lamentablemente, yo no puedo admitir semejante solución. Y procedo en consecuencia durante mi estancia en este mundo.
Créeme, Aliocha: acaso viva hasta ese momento o resucite entonces, acaso termine gritando con todos los demás, cuando la madre abrace al verdugo de su hijo: «¡Tienes razón, Señor!», pero lo haré contra mi voluntad. Ahora que puedo, me niego a aceptar esta armonía superior. Creo que no vale una lágrima de niño, una lágrima de esa pobre criatura que se golpeaba el pecho y rogaba a Dios en su rincón apestoso. Sí, esa armonía vale menos que estas lágrimas que no se han pagado. Mientras sea así, no se puede hablar de armonía. Y borrar esas lágrimas es imposible. «Los verdugos padecerán en el infierno», me dirás. ¿Pero qué valor puede tener este castigo, cuando los niños han tenido también su infierno? Por otra parte, ¿qué armonía es esa que requiere el infierno? Yo deseo el perdón, el amor universal, la supresión del dolor.
Y si el tormento de los niños ha de contribuir al conjunto de los dolores necesarios para la adquisición de la verdad, afirmo con plena convicción que tal verdad no vale un precio tan alto. No quiero que la madre perdone al verdugo: no tiene derecho a hacerlo. Le puede perdonar su dolor de madre, pero no el de su hijo, despedazado por los perros. Aunque su hijo concediera el perdón, ella no tiene derecho a concederlo. Y si el derecho de perdonar no existe, ¿adónde va a parar la armonía eterna? ¿Hay en el mundo algún ser que tenga tal derecho? Mi amor a la humanidad me impide desear esa armonía. Prefiero conservar mis dolores y mi indignación sin redimir, ¡aunque me equivoque! Además, se ha enrarecido la armonía eterna. Cuesta demasiado la entrada. Prefiero devolver la mía. Como hombre honrado, estoy dispuesto a devolverla inmediatamente. Esta es, pues, mi posición. No niego la existencia de Dios, pero, con todo respeto, le devuelvo la entrada.
—Eso se llama rebelión —dijo Aliocha con suave acento y la cabeza baja.
—¿Rebelión? Habría preferido no oírte pronunciar esa palabra. ¿Acaso se puede vivir en rebeldía? Y yo quiero vivir. Respóndeme con franqueza. Si los destinos de la humanidad estuviesen en tus manos, y para hacer definitivamente feliz al hombre, para procurarle al fin la paz y la tranquilidad, fuese necesario torturar a un ser, a uno solo, a esa niña que se golpeaba el pecho con el puñito, a fin de fundar sobre sus lágrimas la felicidad futura, ¿te prestarías a ello? Responde sinceramente.
—No, no me prestaría.
—Eso significa que no admites que los hombres acepten la felicidad pagada con la sangre de un pequeño mártir.
—Efectivamente, hermano mío, yo no estoy de acuerdo con eso —dijo Aliocha con ojos brillantes. Antes has preguntado si hay en el mundo un solo ser que tenga el derecho de perdonar. Pues sí, ese ser existe. Él puede perdonarlo todo y puede perdonar a todos, pues ha vertido su sangre inocente por todos y para todos. Te has olvidado de Él, es Ése al que se grita: «¡Tienes razón, Señor! ¡Tus caminos se nos han revelado!»
—¡Ah, sí! El único libre de pecado, el que ha vertido su sangre... No, no lo había olvidado. Es más, me sorprendía que no lo hubieras sacado ya a relucir, pues vosotros soléis empezar vuestras discusiones mencionándolo...
...


(sigue luego el poema del Gran Inquisidor)

párrafo extraido de :
 hjg.com.ar/blog/xtras/ivan_aliosha.html














Nota de A. G. :
El jueves 2 de octubre en el programa LIBROS QUE MATAN dedicado al libro CRIMEN Y CASTIGO,  el escritor Guillermo Saccomanno en diálogo con la conductora , Silvia Hopenhayn ,  mencionó recordó párrafos de Los Hermanos Karamazov , específicamente este que transcribo en el blog porque me parece enorme , imprescindible....